El 27 de mayo de 1995, al medio día, alguien llamó a mi mamá para avisarle que yo pensaba casarme a las 3 de la tarde. No alcancé a pisar la notaría, que quedaba en La Candelaria, porque mis papás me subieron en un taxi de vuelta a la casa apenas me vieron llegar. Fue un mierdero, mi mamá creía que yo estaba embarazada y mi papá juraba que iba a matar al mechudo con sus propias manos. Recién había cumplido 18 años, cómo explicarles que todo era efecto de esa teatralidad adolescente que vive en pos de delirios tragicocómicos y el Carpe Diem. Dos meses después finalmente nos casamos, esta vez sin decirle a nadie de la facultad, no fuera el diablo. No nos fue mal, incluso fuimos felices. En el 2006 me separé.
Nunca supe quién llamó ese viernes, pero dos décadas después me gusta imaginar que fui yo, que desde el futuro, con algún artefacto de saltos en el tiempo conectado al teléfono (estilo Steins;Gate) intento detener mi propio matrimonio, no más porque a veces me pongo a pensar cómo sería mi vida de haber invertido esa década en otra cosa. Ya luego se me pasa y fantaseo con algo más.