Cuando me bajaba del bus del colegio y tenía suerte me lo encontraba llegando de su colegio. Si caminaba rápido podía verlo antes de que entrara a la casa, si caminaba despacio podía verlo antes de que yo pasara su casa de largo hacia la mía. Casi siempre tenía suerte y nos íbamos caminando juntos. Luego vinieron las carreras en bicicleta, las tareas sobre mitología griega, los torneos en el Atari o en las maquinitas de la droguería, y los primeros sorbos de aguardiente con la complicidad de Def Leppard, Soda Stereo, Erasure o Juan Luis Guerra. Como las dos familias se volvieron muy amigas terminé ayudando a empacar las cajas del trasteo y a desempacarlas en la casa nueva. Hubo un beso pequeñito en esa casa, el único, el de despedida porque ya en medio de nosotros se atravesaban una ciudad entera, los dos últimos años del bachillerato, la universidad, las decisiones y la vida de cada uno. Normal.
Papá llamó a contarme que su amigo había decidido volver a Colombia, que había construido una casa en las afueras, que si quería ir a conocerla. En medio de la visita llamó el hijo: ¿el profe está con ustedes? dígale que no se vaya, que ya voy. Obvio no es el mismo. Está más alto (no mucho), es un próspero profesional, casado, con hija, conduce un auto eléctrico y vota a la derecha (bueno, todo eso ya lo sabía por facebook). Sin embargo, verlo reír luego de tantos años me recordó una época mucho menos complicada o tal vez me parece menos complicada porque con la demencia senil ya no me acuerdo de nada.