Tras abrir la última caja de la última habitación, se incorporó, puso los brazos en jarras, observó alrededor todo colocado, y lanzó un profundo suspiro. ¡Por fin se podía declarar oficialmente en su hogar!

Se había prometido no hacer más mudanzas, aunque era complicado en alguien que llevaba 28 cambios de piso en 10 años.

Tiró la caja final a la basura. Al subir de nuevo a su recién estrenada casa, abrió y cerró el pestillo de la puerta tres veces, caminó por el suelo enmoquetado (para evitar pisar suelo de distintos colores al mismo tiempo), lavó su taza nueva con agua hirviendo y vertió un poco de café de un paquete recién abierto en ella. Removió el brebaje con un palito de pástico que luego lavó meticulosamente, empaquetó, y depositó en la basura que había etiquetado como “Plásticos”, donde también yacía un bote vacío de antipsicóticos debidamente empaquetado. El bote nuevo descansaba en la pulcra mesilla de noche de su cama de sábanas blancas e inmaculadas.

Se acercó a la ventana del pasillo, que daba a un patio interior, y observó la del vecino.

A los pocos segundos, un hombre de un metro cincuenta, unos ciento cuarenta kilos de peso, con un oscuro y grasiento pelo en los flancos de su testa, mal afeitado y con tan sólo un albornoz de color indeterminado abierto, apareció por esa ventana sin prestar atención al nuevo vecino, se subió en una escalera para colgar las cortinas, dejando toda su humanidad al descubierto, al bajar, lanzó una mucosidad por la nariz hacia el patio del vecino del primero (mucosidad que parecía rebotar en las paredes), alzó la mano, y espetó un sonoro ¡Hola vecino! ¡Pásate cuando quieras a tomar unos ganchitos y unas cervezas!

-Mierda.- Pensó para sí.- ¡Todo vuelve a empezar!-